
En la antigua liturgia hispana
se proclama al apóstol San Andrés
como intrépido predicador de «la gloria de la cruz».
La gloria y la gracia del signo de la santa Cruz
son una constante en la tradición eclesial
que ya aparecía en las antiguas catequesis de Jerusalén (s. IV):
«No nos avergonzamos, pues, de confesar a Cristo crucificado.
Hagamos la cruz con los dedos en la frente, para todo:
al comer, al beber,
al entrar, al salir,
al dormir y al levantarnos,
al andar y al estar sentados.
Esto es una gran defensa:
gratuita para los pobres y sin ningún trabajo para los débiles,
puesto que ha sido dado por Dios como una gracia.
La cruz es señal para los fieles y terror para los demonios.
Pues muchos han salido vencedores mostrándola con confianza;
y solamente con ver la cruz les viene a la mente la figura del Crucificado;
temen al que quebrantó la cabeza del dragón.
No desprecies; pues, esta señal, porque sea gratuita;
sino más bien, venera en ella al que te salvó»
S. Cirilo de Jerusalén, Cat 13,4



