La vida cristiana es un combate espiritual. La experiencia carismática del Espíritu no ensalza al creyente por encima o fuera de este conflicto, sino que incluso lo agudiza,porque lo hace vivir entre dos mundos igualmente reales, pero en tensión; se le pide vivir “según el Espíritu”, mientras está “en la carne”. Nuestra confianza en medio de esta lucha,  gracias al  Paráclito,  es tal  que no decae aún en la derrota. Se lee en las historias de los Padres del desierto que un monje caía frecuentemente, de noche, en el pecado de la carne, pero no por esto cesaba de rezar y gemir después de cada caída. Una vez que, cometida la culpa, se había levantado inmediatamente  a  rezar  el  Oficio,  el  demonio,  pasmado  por  su  fe,  se  le  apareció preguntándole si no se avergonzaba de comparecer en aquel estado delante de Dios. El monje respondió:

“Juro que no me cansaré de rezar a Dios contra ti, hasta que no dejes de hacerme la guerra; veremos quien vence si tú o Dios”. El demonio cesó inmediatamente de tentarlo, para no acrecentar de ese modo, su corona de gloria que no se marchita. La experiencia demuestra que la batalla contra el espíritu del mal se vence como la venció Jesús en el desierto: con la Palabra de Dios. Esa es la auténtica espada del Espíritu (Ef 6,17).

El que está tentado del espíritu de orgullo pruebe a repetir:
“No busco mi propia gloria”(Jn 8,50),
o:
“¿Tanto tienes que no has recibido?” (1Cor 4,7);
si se es tentado del espíritu de impureza haz resonar en tu interior:
“Es el Espíritu quien da la vida, la carne no sirve de nada” (Jn 6,63).
Constatarás que tienes un arma infalible.