El acontecimiento deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro dramático, pero no menos luminoso, del Calvario. Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y Elías, con los que —según el evangelista Lucas— habla « de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén » (9, 31). Los ojos de los apóstoles están fijos en Jesús que piensa en la Cruz (cf. Lc 9, 43-45). Allí su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta la entrega de la vida.
La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual.
La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación.
¡Cuánta necesidad tenemos, también en nuestro tiempo, de salir de las tinieblas del mal para experimentar la alegría de los hijos de la luz! Que nos obtenga este don María, a quien ayer, con particular devoción, recordamos en la memoria anual de la dedicación de la basílica de Santa María la Mayor. Que la Virgen santísima consiga, además, la paz para las poblaciones de Oriente Próximo, martirizadas por luchas fratricidas. Sabemos bien que la paz es ante todo don de Dios, que hemos de implorar con insistencia en la oración, pero en este momento queremos recordar también que es compromiso de todos los hombres de buena voluntad.





