“…Y vino otro ángel, y se puso de pie junto al altar,
teniendo un incensario de oro;
y le fueron dados muchos perfumes…
y el humo de los perfumes de las oraciones de los santos
subió de manos del ángel ante la presencia de Dios… ”
(Apocalipsis, 8, 3-5)
El incienso es el misterio de la belleza,
que nada sabe de fines prácticos,
pero que se eleva con gracia y libertad.
El misterio del amor que arde,
se consume y se exhala al morir.
No faltan hoy los espíritus estrechos
que murmuran aún:
«¿Para qué sirve todo eso?»
El incienso es un sacrificio de perfume,
y la Sagrada Escritura misma nos dice:
«Son las oraciones de los santos».
El incienso es el símbolo de la plegaria,
y en especial de aquella oración
que no piensa en fines prácticos.
De la oración que nada,
para sí, que se alza
como el «Gloria» después de cada salmo,
para adorar y dar gracias a Dios «porque es grande.»
La oración verdadera sólo anhela regalar…
la profundidad de la adoración…
el alma de la oración, que no plantea jamás el problema
del ¿»por qué?, ni del «¿para qué?»,
sino que se eleva libremente hacia Dios,
porque es amor, perfume y belleza.
Y cuanto más ama,
más intenso es su sacrificio
y el perfume surge del fuego que consume.
“Suba hasta Ti, Señor, mi oración como el incienso”
(Salmo 141, 2)
De Romano Guardini






Señor, que mis oraciones, mis palabras y mis actos sean partículas de mi vida que ardan para tu mayor gloria, como incienso que se quema en el pebetero de mi existencia.
Incienso, palabra preciosa.
En alemán, la bella lengua de Dölger, incienso se dice Weihrauch, si lo traducimos literalmente leemos: humo consagrado.
Magnífica definición, por eso nosotros lo usamos tantas veces durante nuestra liturgia, para rezar al Señor por los que no pueden hacerlo.
Gracias, Pilar, por este comentario tan sustancioso y pedagógico.