Penitencia

lazaro“¡Lázaro, sal fuera!”: Sacramento de la Penitencia

“Clementísimo Jesús, que resucitaste del sepulcro a San Lázaro, resucítame a mí del sepulcro de los vicios, porque pueda salir fuera del profundo de ellos, por virtud de la confesión, y desátame después de resucitado.”

Ludolfo de Sajonia, el Cartujano
Vita Christi, siglo XIV

 

Sucede todo tan rápidamente

El Evangelio de la resurrección de Lázaro (Jn 11,1-44) fue para la Iglesia de los siglos III al VII, aquel relato que puso en claro el sentido del Sacramento de la Penitencia. El relato de la resurrección de Lázaro es la propia historia de la penitencia.

Hoy opinamos de forma habitual que la confesión consiste en primer lugar en un examen de conciencia, en el que uno totalmente solo hace una lista de sus pecados, a menudo de forma angustiosa, y después se recitan al sacerdote. Y la absolución, como una guillotina, separa nuestra historia de pecado de nosotros mismos; de un modo sin antecedentes históricos y mecánico abandonamos el confesonario y no sabemos verdaderamente si debemos estar felices o infelices. Es todo muy rápido, impersonal y automático. Y es muy curioso: yo puedo decir con exactitud en qué momento tiene lugar el Sacramento y cuando es el final. Tomado en sentido estricto comienza con la confesión y termina con el “alabado sea Jesucristo”. Yo puedo decir con exactitud que los pecados se me han perdonado cuando el sacerdote ha terminado de pronunciar las palabras de la absolución. Pero no puedo decir si ahora debo ser feliz o infeliz ante este mecanismo de gracias tan diferente al de la Iglesia antigua.

Paralizado y encerrado

Para la antigua Iglesia lo sucedido con Lázaro era un modelo del Sacramento de la Penitencia. Quien había pecado se consideraba y se sentía muerto ante Dios y ante la Iglesia. Se sentía envuelto en vendas y en telas, como colocado en una tumba, aislado de la vida, habitando en cavernas sepulcrales. De él salía un desagradable olor a putrefacción. Ésta era la experiencia existencial del pecador: paralizado con rigidez mortal, encerrado en la tumba, ungido con aromas de este mundo para reprimir el olor de la muerte. Estas experiencias expresadas en imagen corresponden también a nuestras experiencias actuales. Con mucha frecuencia nos sentimos rígidos, encadenados, emparedados, vendados y sin relaciones sociales cuando nos oprime la culpa y el pecado. Una paralizante depresión mortal cae sobre nosotros.

Pedir por la conversión

En la historia de Lázaro, Cristo es conducido a la tumba del muerto por los familiares. Sólo Él puede con Su palabra todopoderosa resucitar a los muertos. Su palabra es vida divina. Había la convicción de que para que resucitase el pecador era necesaria la oración de los familiares y sobre todo de la Iglesia. Cristo le llama para que salga fuera. Nuestro Sacramento hoy hace que esto no sea necesario porque ¡la absolución ya lo lleva a cabo! ¿Quién pronunciaría hoy una oración el día de la confesión de sus familiares? También la praxis pastoral de orar por la conversión del pecador está casi perdida en la oración pública de la Iglesia. En nuestra sociedad el pecado se considera algo tan privado que ya a nadie le interesa si soy pecador o no, si muero de muerte natural o de suicidio. Por esta recepción del Sacramento mecánica e irreflexiva, muchos miembros de la Iglesia han dejado de tomar conciencia de la solidaridad con los pecadores. Los servidores de la Iglesia, los amigos de Cristo y del pecador intentan en el relato de la resurrección de Lázaro quitar el bloqueo que supone la piedra que está delante de la tumba del muerto para que la Palabra de Cristo pueda entrar en él.

Con voz alta

Y ahora comienza ya la gracia del Sacramento, mucho antes del rito sacramental, mucho antes de que tenga lugar la confesión del muerto, en general mucho antes de que pueda efectuar un examen de conciencia el pecador. Con voz alta, con la voz de Dios portadora de vida por la fuerza del Logos, Jesús llama al muerto encerrado en su propia tumba. Y lo resucita. El pecador comienza a vivir. El pecador puede desde dentro salir de su cautiverio soltando las cadenas de la culpa. Esto es un acontecimiento pascual. La gracia portadora de vida y de santidad comienza a actuar, que es la condición previa para que el pecador pueda acercarse ahora a Cristo y a la comunidad eclesial. Lo decisivo ya está hecho por Cristo: la vida divina ya se ha activado en el pecador. Su comunidad, los que creen en Cristo, sus hermanos y hermanas han implorado esta presencia de Cristo portadora de resurrección. Ahora este Lázaro puede levantarse realmente a pesar de sus vendajes y puede ir al encuentro del manantial de la vida. Todavía está ciego; su rostro aún está cubierto con el sudario de la muerte. Todavía no sabe de donde procede su vida. Jesús les dice a sus amigos y servidores: “¡Quitadle las vendas y dejadle ir!”

Aquí se pone de manifiesto el segundo gran servicio de la Iglesia, el poder de desatar. El sacerdote se acerca al pecador que vive de nuevo y le quita las vendas, que son signos de su falta de libertad y de su auto-obstinación. Le quita el sudario para que pueda reconocer quién es el que le ha resucitado: Jesucristo, el Hijo de Dios. El sacerdote le acepta en la comunidad de los amigos de Jesús, es decir, en la Iglesia. Está claro que es Cristo el que le da la vida y no el sacerdote, que es el encargado por Cristo de señalar que es Él quien perdona los pecados y resucita. Tarea del servicio sacerdotal es enseñar al pecador a andar de nuevo, a abrirle el camino de su propia responsabilidad: “¡Dejadle ir!”

De nuevo vivo

Y ahora fuera de la gran muchedumbre, en el círculo de aquellos que pertenecen a Cristo, en el ámbito de la Iglesia, ante la comunidad, comienza el pecador que estaba muerto y ahora vive, a alabar a Dios por este milagro. Reconoce la nueva vida: Alaba alma mía al Señor porque Él ha mirado mi humildad y con Su acción no me ha abandonado a la muerte. Él me ha resucitado y me ha perdonado. Esta confesión la confirma la comunidad en sus representantes. El Obispo o el sacerdote declaran en un juicio espiritual con la infalibilidad de la Iglesia: Aquí no se da ningún autoengaño, aquí dios ha regalado Su vida divina. La absolución sacerdotal se convierte en símbolo de soltar las vendas de la muerte. Y en esta absolución el pecador también puede experimentar por el testimonio de la Iglesia que Cristo le ha devuelto a la vida y le ha absuelto. Y por eso yo también te absuelvo: estabas muerto y ahora vives de nuevo.

Nuestro Sacramento actual de la Penitencia ha perdido toda esta riqueza de la alta Edad Media. Con el paso de los siglos la absolución se convirtió en algo automático y la riqueza del Sacramento quedó oculta.

¿Salvarse a sí mismo?

Tenemos la sensación de que la preparación para la confesión se realiza antes del encuentro con Cristo porque el encuentro con Él sucede en la absolución. Esto teológicamente es un absurdo. Una praxis penitencial así que no aborda la parálisis mortal del ser humano, el temor ante la vida y la ceguera de la muerte transmite la idea de que te tienes que resucitar a ti mismo para poder ir hacia el sacerdote y ciertamente tener que resucitarse a sí mismo y no poder lo percibimos como un esfuerzo excesivo. Y tener que darse la vida a sí mismo y, por tanto, deber salvarse a sí mismo es teológicamente un absurdo. Aunque el Sacramento de la Penitencia tradicional nunca enseñó esto ni lo quiso hoy se realiza así entre nosotros.

En la actualidad, se debía fomentar el esfuerzo comunitario por la conversión y se tendría que explicar ritualmente muy bien. Sólo así nos podríamos liberar de las cadenas de la tumba de nuestra alma. Se tiene que fomentar en la oración que Cristo quiere dar vida a los muertos espirituales. En el rito penitencial se tiene que llamar más la atención sobre el que poder convertirse antes de la confesión ya forma parte del Sacramento, porque es su actuación previa; se debía decir que esta conversión ya es obra de Cristo y de Su llamamiento; que la propia confesión quiere ser alabanza a Dios por la vida y que esta vida otorgada permanece. Tenemos que pasar del automatismo sacramental al encuentro con Cristo y con la comunidad eclesial. Esto ya lo dejó muy claro la Iglesia en el primer milenio mediante el relato de la resurrección de Lázaro.

Lothar Lies SJ

Comentario a este texto

El texto traducido me parece extraordinario. Nunca había reparado en el paralelismo que puede trazarse entre la resurrección de Lázaro y el sacramento del perdón. Algunas imágenes, como la de correr la piedra con ayuda o liberar de las vendas, me parecen de gran riqueza y plasticidad.

El problema creo que está en la concepción actual del pecado y del sacramento de la penitencia. Para un número importantísimo de «católicos», de comunión frecuente, además, creo que ha desaparecido el concepto de pecado (sustituido por la idea de fallo, error, fragilidad) y se da una «apostasía silenciosa» del sacramento de la penitencia tal como está constituido (o instituido) El número de personas que se confiesa es escasísimo -y las posibilidades para hacerlo en muchos lugares, limitadísimas-. Creo pues, que es cada vez menor esa «angustia» en el examen de conciencia o el dolor de los pecados y menos aún la sensación de sentirse «muerto» o «atado» por el pecado.

Bien es verdad que en torno al perdón de los pecados habría mucho que decir. ¿Qué valor penitencial tiene la primera parte de la misa? ¿Qué pecados quedan perdonados al renovar el bautismo con una aspersión? ¿Qué sentido tiene la confesión pública de pecados en términos generales? ¿Qué es un acto de contrición perfecta? ¿Qué pecados son «mortales»?

En todo caso, la reflexión que plantea el texto me parece interesantísima y oportuna. Yo lo difundiría sin duda.

Gerardo Díaz Quirós

Imagen:
Resurrección de Lázaro
Atribuido a Ribera, siglo XVII
Museo Nacional del Prado. Madrid

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