
Celebración pascual 2018 Basílica de la Concepción de Ntra. Sra. (canto del Padrenuestro con las manos levantadas al Señor)

«Jesús nos enseñó a orar al Padre (Mt 6, 9-13). Esta oración dirigida a “nuestro” Padre, que recitamos en la celebración de la eucaristía, nos entrega su misterio. Todas las acciones y las palabras de la celebración, ya desde el principio de la misma, conducen nuestra oración hacia el Padre, porque se trata de las acciones y las palabras del mismo Cristo, en las que nos hace participar el Espíritu Santo. Como su sacrificio pascual se ha convertido en el de sus miembros, el Cristo resucitado nos atrae hacia su Padre, que, ahora, es “nuestro” Padre (Jn 20, 17), puesto que hemos sido adoptados en su Hijo único. El movimiento de la “anáfora” nos llevaba hacia lo alto y ha alcanzado su término: hemos sido “sentados en los cielos en Cristo” (Ef 2, 6), junto a “nuestro Padre que está en los cielos”. Estas primeras palabras deberían confundirnos de adoración. ¿Quién, sin ser tildado de inconsciencia, se atrevería a orar a Dios en Dios? Por eso todas las tradiciones litúrgicas nos introducen junto al Padre apoyándose en la “audacia filial” (parrhésia) que nos da el Espíritu del Hijo. “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Ga 4, 6)
Esta oración, que Jesús nos ha confiado, es la oración cristiana por excelencia. Sus palabras, muy sencillas, están como impregnadas del misterio de la Trinidad santa. Y ello desde su primera inflexión, como acabamos de constatar. En las tres primeras peticiones, empezamos, por fin, a interesarnos “por los asuntos de nuestro Padre” (Lc 2, 49):
“santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.  
Estos tres impulsos de nuestro corazón hacia el Padre, expresados en griego en el modo optativo, no pueden reducirse, a buen seguro, a deseos platónicos; significan, más bien, un inicio de respuesta sincera por nuestra parte. La Iglesia nos ha revelado, especialmente en la eucaristía, cuáles son los deseos íntimos del corazón de nuestro Padre: que todos los hombres vivan de su vida; y nuestra primera respuesta de fe y de amor es ofrecernos a entrar en el deseo del Padre, hacerlo nuestro, compartirlo. ¿Acaso no somos coherederos de Cristo? Nos encontramos aquí en el corazón de la eucaristía, festín de bodas del Cordero.
En cada uno de estos tres deseos está inscrito el designio amoroso de “nuestro Padre”, la economía de salvación que lleva a cabo al entregarnos a su Hijo y derramar su Espíritu. El Nombre de Dios es indecible, puesto que su misterio es incomprensible, inasible. No podemos conocerlo como Padre más que a través de la fe en el nombre de Jesús, “hablando con el Espíritu de Dios” (1 Co 12, 3). “Santificado sea tu Nombre”, que sea reconocido, amado, imitado como santo: ése es el deseo ardiente de Jesús (Lc 10, 21-24; Jn 17, 8.11.26), y por medio de su Espíritu de santidad consagra y santifica el Padre lo que le ofrece la Iglesia.
“Venga a nosotros tu Reino”. A los profetas y a los justos de la Antigua Alianza les movía este deseo, sin conocer aún el rostro del que le daría cumplimiento. El precursor, Juan el Bautista, ardía en deseos de conocerlo, y se alegró de la venida del Esposo. María concibió por la fe y por el Espíritu Santo al Hijo, cuyo “reinado no tendrá fin”. El Reino de Dios ha llegado en la persona de Jesús, y «todo” está consumado en su sacrificio pascual. Ahora Cristo intercede ante el Padre, para que Dios sea “todo en todos”, “cuando entregue a Dios Padre el Reino” (1 Co 15, 24-28). Parece ser que este deseo de la venida del reinado sea lo propio de los últimos tiempos en que nos encontramos, el tiempo de la Iglesia y de la economía sacramental, el tiempo en que “aguardamos la feliz esperanza” (Tt 2, 13). La venida del reinado es propiamente, desde el primer Pentecostés, obra del Espíritu Santo y de la Iglesia. “Marana tha”, “Ven, Señor Jesús”, es el grito del Espíritu y de la Esposa (Ap 22, 17-20) y constituye una de las
finalidades de la eucaristía (1 Co 11, 26). 
Por último, “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. El Padre nos ha dado a “conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1, 9-10). Es la realización de toda la economía de la salvación lo que acogemos en nuestro deseo, para fundirlo con el de nuestro Padre. De este modo ofreció Jesús su voluntad humana, para fundirla con la de su Padre y salvarnos. De este modo actúa el Espíritu Santo sobre nuestra voluntad, penetrándola del amor del Padre.
En este primer tiempo, aspiramos a ser configurados con el deseo de nuestro Padre, compartiendo el deseo de Jesús, que “hace siempre lo que complace” a su Padre (Jn 8, 29). Las cuatro peticiones que siguen son así como impulsos “eplicléticos”, en los que ofrecemos al Padre las necesidades esenciales de nuestra vida, seguros de que seremos escuchados, puesto que el mismo Cristo es su respuesta viva, pues es nuestro pan de vida, nuestra reconciliación, el vencedor en nuestras tentaciones y el liberador de nuestras vidas. A través de estas peticiones, “el que sondea los corazones” nos enseña aun lo que quiere su amor para nuestro bien, y nos lo da por su Espíritu, pues “conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 27)».
(Padre Jean CORBON)

«Paternoster» en la celebración hispana con las HH Clarisas Valdemoro /dioc. Getafe/ Adviento 2011
- el nacimiento de san Juan, el BAUTISTA (24 junio)

- el martirio de san Pelayo (26 junio)

 
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			 
					
							
			





Que impresionante reflexión sobre la oración en la celebración eucarístia.