Es justo y necesario darte siempre gracias,
Señor, Padre Santo, Dios omnipotente y eterno;
por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro;
que contigo y con el Espíritu Santo
al principio del tiempo creó la luz,
extendió el cielo con potencia,
estableció la tierra con sabiduría,
dividió las aguas con inteligencia,
y creó en ellas todos los seres;
finalmente, creando al hombre a su imagen y semejanza,
le infundió la vida racional.
Y ahora, Señor,
a ti que eres el creador del género humano
y, por la sangre que derramó tu Hijo hecho hombre,
eres también el redentor de todos los que creen en ti,
a ti las potestades te temen y te sirven todas las potencias;
a ti el ilustre coro de los ancianos
y todo el ejército de los ángeles te alaban.
Para ti los querubines y serafines,
con el rumor de sus alas al volar,
repiten el cántico de aclamación,
entonando tres veces el himno de la eterna alabanza,
diciendo sin cesar: Santo…
(Illatio, dom IV cot.)
Ole, olé…
La identificación de Padre e Hijo.
Parecía en nuestra «ordenada» mente Padre Creador e Hijo Redentor. Pues no. Ambos, y en unión con el Espíritu Santo.
En la «illatio» damos gracias a -Padre que con Hijo-… creó con potencia, sabiduría e inteligencia, todo, e infundió vida racional al hombre para hacerle «semejante».
Y «ahora», viene lo bueno, el Padre por la sangre del Hijo (semejante y racional por hacerse hombre) es Redentor., de los que creen.
Queda cantar el Trisagio, si lo deja escuchar el «rumor de las alas» de los serafines y los instrumentos musicales del coro mixto de los presbíteros y los ángeles en ejercito.
¡Ya está!, respira profundamente, que nos ha dejado boquiabierto en apnea.